En esta entrada a través de la que Conrad Blásquiz amablemente me deja colarme en su blog no hablaré específicamente sobre Pablo Hasél (el tiempo de la vida es finito y hay que procurar dedicarlo a cosas provechosas), ni sobre las variadas –y más complejas de lo que en ocasiones se da a entender– razones por las que este ha ingresado en prisión, ni sobre si cabe o no aplicarle el delito de enaltecimiento del terrorismo. Los penalistas hablarán con mucha mayor propiedad de algunas de estas cuestiones, no todas pacíficas por cierto, como demuestran sin ir más lejos los votos particulares a la sentencia tanto de la Audiencia Nacional, como del Tribunal Supremo. Tampoco hablaré de todo el ruido interesado que se ha generado a partir de este caso, ni desde luego –para no insultar la inteligencia de quien lea estas líneas– de las sutiles diferencias existentes entre defender un derecho y quemar el mobiliario urbano.
¿De qué hablaré entonces? Quisiera únicamente hacer unas reflexiones en torno a la libertad de expresión, recordando cosas que son sabidas probablemente, pero que conviene que sean vistas desde la perspectiva abstracta y general propia del análisis jurídico.
En este sentido, y en primer lugar, no hay que olvidar que la libertad de expresión, como manifestación exterior de la libertad ideológica y de conciencia, se encuentra en la base y en el origen de procesos históricos –la Reforma protestante, la Ilustración, las Declaraciones de Derechos, las revoluciones liberales– que desembocaron en la aparición del Estado constitucional.
Cuando el Estado, en Europa ya sobre todo en el siglo XX, alcanza su condición de democrático, la libertad de expresión pasa a cumplir de manera más clara un papel no solo de autorrealización subjetiva, sino también en tanto que elemento objetivo necesario para poder predicar precisamente del Estado esa condición de democrático. El profesor Teruel Lozano desarrolla de manera clara y fundamentada aquí este y otros temas relacionados.
En una democracia la libertad de expresión debe ser limitada lo menos posible, es decir, el mínimo absolutamente imprescindible
Todos los derechos fundamentales, a excepción de la prohibición de la tortura y de las penas o tratos inhumanos o degradantes (artículo 15 CE), son derechos susceptibles de limitación. La propia convivencia de un derecho fundamental con el resto de derechos presentes en la Constitución actúa ya como límite. Siendo esto así, en una democracia la libertad de expresión debe ser limitada lo menos posible, es decir, el mínimo absolutamente imprescindible. Cuantas más limitaciones se impongan a la libertad de expresión más trabas se estarán estableciendo al desarrollo democrático de una sociedad. Por ello, no se entiende la pervivencia en nuestro Código Penal de un delito como el de ofensas a los símbolos del Estado o de las Comunidades Autónomas.
La libertad de expresión, recogida en el artículo 20 CE junto con otros derechos tales como la libertad de cátedra, la libertad de información y el derecho a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica, tiene además unos límites específicos, como señala el apartado cuarto de este artículo 20 CE. Estos son el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia. No se trata, por supuesto, de que automáticamente estos derechos pasen por delante de la libertad de expresión, sino de que el conflicto que pueda producirse es muy probable que se plantee frente a alguno de estos derechos, siendo labor de los jueces y tribunales llevar a cabo en cada caso un ejercicio de ponderación para determinar cuál de ellos debe primar.
No deben existir en un Estado democrático órganos e instituciones sustraídas a la crítica. Por todo ello, considero asimismo que un delito como el de injurias a la Corona tampoco debería tener cabida en nuestro ordenamiento jurídico
Uno de los elementos que nuestra jurisprudencia constitucional viene manejando tradicionalmente para entender que libertades como la de expresión o la de información han de prevalecer es el de encontrarnos ante informaciones o expresiones referidas a políticos, entendidos estos como una categoría amplia. Considero que no cabe duda de que en esa amplia categoría entra una figura como la del Rey en tanto que Jefe del Estado. Si bien su rol institucional carece de los elementos de decisión política entendida en sentido estricto, sí que desempeña claramente un destacado papel dentro del sistema político, entendiendo el término en un sentido amplio. La propia dicción del artículo 1.3 CE al establecer que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria” abonaría esta interpretación. No obstante, más allá de esta cuestión, pienso que no deben existir en un Estado democrático órganos e instituciones sustraídas a la crítica. Por todo ello, considero asimismo que un delito como el de injurias a la Corona tampoco debería tener cabida en nuestro ordenamiento jurídico.
Como el profesor Presno Linera ha estudiado de manera argumentada aquí o aquí, la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos se encamina en esta dirección.
El último Democracy Index, correspondiente a 2020 y publicado este mismo mes de febrero, considera de nuevo a España como una democracia plena
En contra de ciertas manifestaciones recientes, el último Democracy Index, correspondiente a 2020 y publicado este mismo mes de febrero, considera de nuevo a España como una democracia plena. Esto es algo que debe manifestarse con rotundidad. Pero siendo esto así, no es menos cierto que la democracia es siempre perfectible y es en un ámbito como el de la libertad de expresión donde, si puede decirse de esta manera, la democracia puede hacerse más democrática. Se cumpliría así de modo más exacto la voluntad de establecer una sociedad democrática avanzada, contenida en el Preámbulo constitucional.
Abogar por ampliar el espacio de la libertad de expresión debe ser también abogar por que no se achique el espacio que ya había sido ganado. Por este motivo, la penalización de la apología del franquismo o de otras ideologías –por mucho que estas repugnen a nuestros valores constitucionales– sería también, y más dentro de un modelo de democracia no militante como es el español, dar un paso atrás en la libertad de expresión. En el debate público no debe ser nunca el silencio el que sustituya a los argumentos.
Enrique Cebrián Zazurca
Profesor de Derecho Constitucional y Derecho de la Información de la Universidad de Zaragoza