Diez años han pasado desde la explosión en las calles del 15-M. A veces me parecen un soplo. Otras, un tiempo que pesa como una losa. Sobre todo viendo el presente descolocado en el que nos ha puesto la pandemia. Pero ocurrió y fue bonito. Muy hermoso.
En aquella primavera de 2011 la juventud despertó de su letargo. Esa juventud dormida, aburrida, en paro, sin futuro, desilusionada, callada y acumulando pereza en el sofá de su casa; de pronto cogió las mochilas y salió a las calles. Ocupó las plazas de todo el país y se alimentó del mismo grito, de los mismos lemas, del mismo hartazgo. Fue una revolución espontánea, pacífica, sin organizar pero que supo organizarse con rapidez. De ahí surgieron la Marea Verde (por la Educación), la Marea Blanca (por la Sanidad), Stop Desahucios y los ecos de otras primaveras. Fue lo más parecido al Mayo del 68 francés que hemos vivido en este país. En París levantaban adoquines para ver el mar, en el 15-M querían asaltar los cielos para acabar con los recortes, la corrupción y las mentiras de un gobierno que no les representaba.
Hoy, su líder, Pablo Iglesias se ha cortado la coleta como los toreros hacen cuando se retiran del ruedo. Quería asaltar el cielo y lo consiguió al entrar como vicepresidente de Gobierno en ese firmamento socialista. El legado del 15-M está en la ley de la Eutanasia, la ley de Educación, el salario mínimo, la suspensión de los desahucios, el ingreso mínimo vital, en aprobar los presupuestos y que no se toquen las pensiones. Queda la supresión de la reforma laboral y limitar el precio del alquiler. Todo se andará si no vuelven los de IDA y vuelta.
Mientras tanto ahí permanecen nuestras vivencias como indignadas en aquel alentador y contagioso movimiento juvenil en el que participamos cada tarde con el entusiasmo de la experiencia de otros tiempos de protesta (mucho más feos y rancios). Recuerdo con orgullo ese momento en el que mi amiga Maite Sequeira y yo nos subimos en lo alto de un escenario improvisado en la plaza del Pilar, delante de un micrófono de pie para hablar un minuto a la muchedumbre que inundaba la gran plaza. Nunca en mi vida he soltado una arenga con tanto brío y sin que me temblara la voz, que salía nítida y audible hasta la fuente de la Hispanidad. Maite subió después y leyó un poema de Saramago que empezaba: A veces me pregunto que cuántos años tengo para decir lo que pienso… Las dos ya habíamos cumplido los cincuenta, y ahí estábamos plantadas sobre un escenario sobrecogedor por los cientos y cientos de personas que se agolpaban ese atardecer en la inmensa plaza. Un minuto, y los aplausos atronaban en los oídos.
Jamás tendremos tanto público, recuerdo que nos dijimos entre risas algo nerviosas al descender los escalones de madera tambaleante. Una fila ordenada de jóvenes esperaba su turno para consumir ese minuto de libertad ante la marea humana.
A lo largo de mi vida he plantado un árbol, he tenido un hijo y he escrito varios libros. Pero aquel momento fue inolvidable.
Margarita Barbáchano, periodista y escritora
Artículo publicado en El Periódico de Aragón