Acabamos de celebrar con más pena que gloria el Día de Aragón. Ha sido un 23 de abril que ha ofrecido una imagen insólita. Todos hemos estado confinados en casa, asediados por la pandemia, que se ha convertido en nuestro particular dragón del siglo XXI.
Los únicos actos oficiales se han limitado a una declaración institucional y a un emotivo homenaje a las víctimas y a la sociedad en su conjunto, que lucha, que luchamos, contra este bicho que se resiste a morir. Fue un acto sobrio que, de alguna manera, bien podría cerrar el círculo que se inició en 1992 con la histórica manifestación autonomista que congregó a miles de personas en las calles de Zaragoza.
En casi tres décadas, hemos pasado de un 23 de abril masivo, reivindicativo, alegre y festivo a un 23 abril confinado, triste y con imágenes de calles vacías, casi desérticas. A lo largo de todos estos años, es cierto que el Día de Aragón ha ido perdiendo su carácter de protesta y de reivindicación, para convertirse en una jornada lúdica y festiva.
Quizás es este el momento para ir pensando ya en un Día de Aragón que en 2021 recupere parte de aquellas esencias reivindicativas de hace 30 años. Un 23 de abril que reclame una autonomía fuerte mejor financiada. Que reclame más dinero público para la asistencia sanitaria, la educación y el cuidado de nuestros mayores. Los tres pilares del Estado del bienestar que han resultado muy dañados como consecuencia del coronavirus.
Esta crisis, además de provocar miles de muertos y un tsunami económico de proporciones desconocidas hasta ahora, ha dejado un Estado autonómico seriamente dañado. Una situación de deterioro autonómico que va ser aprovechada por los defensores de la involución, por la extrema derecha, para denunciar que la España de las Autonomías es ineficaz y no funciona y, por tanto, hay que volver a la España en blanco y negro.
Y eso nunca se debe permitir.