Es evidente para mí que el nivel intelectual de los duelos políticos es patético en comparación con los que vivimos hace treinta años o más. Entonces también se insultaban, pero con un respeto y un estilo que el agraviado solo se sentía ofendido cuando se detenía a pensar en lo que le habían dicho. Joaquín Garrigues Walker, diputado al Congreso desde 1977 hasta su muerte, en 1980, le envió a Adolfo Suárez un manual político con la siguiente nota: «Por favor, léelo. Desde el principio. Lo necesitas». Luego llegaba Alfonso Guerra –un tipo que sabía insultar como Góngora y Quevedo juntos y, a la vez, como un macarra– y llamaba al presidente «tahúr del Misisipi» y otras lindezas. Pero es que Guerra siempre fue un adelantado a su tiempo.
¿Qué queda de aquella dialéctica? Casi nada. Hoy no se utilizan las figuras literarias porque no caben en titulares ni se entienden en redes sociales. Y contra lo que algunos han apuntado, no fue José Antonio Labordeta quien cambió las cosas con su «¡A la mierda!», sino justo aquellos a los que él dirigía su exclamación. Eran los que reventaban discursos del rival con epítetos por lo bajo que no escucha el público: ladrón, traidor, etarra, asesino, felón, capullo, mamarracho, asaltacunas, piojoso, imbécil, gilipollas, okupa, borracho… En algún momento, esos insultos de cloaca pasaron a los líderes, que ahora los sueltan sin pudor. El «caca, pedo, culo, pis» ha triunfado en el Congreso, en plenos municipales y, por supuesto, en internet. El carapolla, de Alberto Cubero, es uno más. Yo le aconsejaría que repasara los insultos del capitán Haddock: llamarle al alcalde de Madrid «bebe sin sed», «macrocéfalo», «ectoplasma» o «anfitrión» sí tiene estilo.
Javier Lafuente, periodista
Artículo publicado en El Periódico de Aragón