Hemos empezado el otoño con un caliente potaje fiscal. Un cocido con múltiples ingredientes: deducciones en el IRPF para las clases medias y bajas, supresión del Impuesto de Patrimonio a los que más tienen, eliminación del Impuesto de Sociedades para empresas. El PP lleva meses hablando de bajar los impuestos, pero no aclara de dónde sale el dinero para mantener los servicios públicos básicos, salvo claro está que piense en privatizarlos.
Isabel Díaz Ayuso, la lideresa madrileña, como suele ser habitual en ella, muy fan de acaparar todas las inversiones para su Madrid querido, fue la primera en poner a hervir la sopa fiscal castellana, provocando las envidias y recelos de su colega de partido y presidente andaluz, quien se apresuró a guisar una típica sopa andaluza de picadillo, aunque eso sí solo para ser degustada por los ricos. A siete meses escasos de las elecciones autonómicas, todas las autonomías se lanzaron, presas de histeria, a los fogones a cocinar para sus ciudadanos su propio cocido fiscal.
En Aragón, Javier Lambán también se ha abierto a deducciones fiscales y negocia de forma discreta la posible fórmula con sus socios del cuatripartito, con quienes se comprometió por cierto a no bajar los impuestos en el pacto de investidura. Y también dialogará con la oposición de cara a alcanzar un difícil pacto fiscal. Todos hablan de bajar impuestos, mientras se aparca a otra legislatura un nuevo modelo de financiación autonómica tan necesario para pagar con niveles de calidad servicios básicos, como son la sanidad, la educación y la asistencia a los mayores. Porque hay que recordar que el dinero de los impuestos se va a pagar los sueldos de los empleados públicos, las carreteras y las infraestructuras. El recorte desordenado de impuestos, en plena crisis económica, es una estrategia suicida que pone en serio riesgo el estado de bienestar. Se está cocinando un potaje fiscal que huele ya a olla podrida.