Un tal Isidoro

Ha sido la semana de Isidoro, que es así como le llamaban a Felipe González en los oscuros años de la clandestinidad. El PSOE ha celebrado esta semana los 40 años de su histórica victoria electoral del 28 de octubre de 1982. Los 202 escaños y los más de 10 millones de votos que González obtuvo en 1982 siguen siendo desde entonces un techo insuperable. Ese día, un Alfonso Guerra eufórico prometió: “Vamos a poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la parió”. Y España cambió profundamente, de la mano de un Felipe González que presidió el país durante catorce años, entre 1982 y 1996, un récord jamás logrado por ningún otro mandatario español. Hasta que los escándalos del GAL, Luis Roldán, Mario Conde o Filesa echaron precipitadamente el telón al mandato socialista.

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A Felipe no le hacía ni pizca de gracia el sobrenombre de Isidoro que le impusieron los camaradas de exilio. Lo reveló el martes el escritor Sergio del Molino durante la presentación en Zaragoza de su último libro. Un tal González es el título de esta novela histórica que se sumerge en la personalidad poliédrica y a menudo polémica del que ha sido “uno de los grandes líderes” europeos del siglo XX, se apresuró a elogiar el presidente aragonés y líder del PSOE autonómico, Javier Lambán, que en el acto exteriorizó una vez más su felipismo contumaz.

El acto de presentación reunió en el museo Pablo Serrano a destacados socialistas aragoneses, como el presidente de las Cortes, Javier Sada, los consejeros Maite Pérez, Carlos Pérez Anadón, Marivi Broto y los concejales zaragozanos Lola Ranera y Horacio Royo. Y, como se presumía, fue una loa constante hacia la figura del expresidente socialista que, sin despreciar la enorme transformación social que supuso su gestión, conviene recordar que no se volcó ni mucho menos con Aragón durante su mandato. Visitó una sola vez Zaragoza. Fue cuando estaba ya en funciones, con un pie fuera de La Moncloa. Y fue absolutamente insensible a las reivindicaciones aragonesas de defensa del Ebro, hasta el punto de reprochar despectivamente que no se podía vivir “sentado encima de un botijo”.