Los expresidentes aragoneses han mantenido una máxima que, viendo lo que hacen los exdirigentes de otros andurriales, es de agradecer: optan por no interferir públicamente en la gestión de sus sucesores. Cuando uno se va de un sitio puede resultar tentador opinar sobre cómo lo hacen los que te sustituyen. Y, generalmente, la vanidad humana puede llevar a establecer juicios negativos. En el caso de España hay ejemplos para todo. Los ucedistas Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo optaron por la máxima discreción, tal vez por un silencio obligado tras la desaparición de su partido. Solo Mariano Rajoy siguió su estela y desde que se fue de la política por la puerta del restaurante Arahy entre lágrimas y whiskazos mientras en el Congreso lo echaban a través de una moción de censura, ha mantenido un respetuoso silencio solo interrumpido por declaraciones judiciales en las que, incluso en ellas, ha sido igual de educado que siempre. Los dos presidentes que más pasiones y odios han desatado por su liderazgo, Felipe González y José María Aznar, se sitúan en el extremo opuesto de los anteriores. Siempre que han podido han fijado opinión, y casi siempre ha sido contraria a sus compañeros de partido que han tenido la responsabilidad de presidir el país. Ambos se han sentido tocados por un complejo de superioridad y sus palabras, siempre amplificadas por la importancia de los personajes, han tratado de influir en la vida política en lugar de vivir su plácida vida de jubilados millonarios. Luego existe un término medio entre los primeros y los segundos. Es el caso de José Luis Rodríguez Zapatero, que no se ha prodigado en juzgar la labor de los presidentes posteriores pero ha optado por hacer la guerra por su cuenta y poner en más de un aprieto a la diplomacia nacional con su vocación de mediador en conflictos internacionales complejos. Lo cual no deja de tener algo de imprudencia: se abstiene de las cuitas domésticas para participar de los problemas foráneos.
En Aragón, en cambio, el silencio es la constante, unido a cierto olvido de la sociedad y la política aragonesa hacia sus expresidentes. Santiago Marraco se tuvo que ir al ICONA después de que su partido, el PSOE, lo echara a gorrazos por ser demasiado aragonesista (no es de extrañar si se recuerda aquel PSOE jacobino de González, Alfonso Guerra, Joaquín Leguina y otros que siguen pontificando alejándose cada vez más de lo que piensan sus compañeros militantes de hoy en día). Solo muchos años después, y desde el respeto, ha hablado y escrito sobre Aragón, pero nunca sobre sus sucesores. Lo mismo sucedió con Hipólito Gómez de las Roces, que más allá de meterse en berenjenales de su partido (o expartido, porque llegó a autosuspender su militancia por discrepancias con Biel, aunque ahora firmen cartas juntos) siempre optó por su ejemplar educación a la hora de valorar el trabajo de sus sucesores. Emilio Eiroa solo gobernó dos años, el infausto gomarcazo por el que salió de la Presidencia le produjo un inmenso resquemor que le apartó de la vida política pública. Podría haber echado pestes por las malas formas en las que le echaron, pero siempre prudente, optó por el silencio. El beneficiario de esa moción de censura con tránsfuga incluido, José Marco, tampoco habló después, pero en su caso su dimisión y sus líos judiciales habrían dado escaso eco a sus opiniones.
El siguiente, Santiago Lanzuela, se retiró a la cómoda vida política de diputado en el Congreso cuando abandonó la Presidencia de Aragón, y hasta su muerte fue exquisitamente respetuoso con la política aragonesa. Lo mismo se puede decir de Marcelino Iglesias y Luisa Fernanda Rudi, los dos últimos expresidentes de las dos últimas décadas. Es impactante su silencio, su prudencia. La que tuvo el primero como senador autonómico (el premio de su partido tras dejar de ser presidente) y la que tiene la segunda como senadora actual. ¿Qué opinan, qué piensan, qué sienten? Solo sus familiares y allegados lo saben. Llegaron, gobernaron y se fueron. Y nunca más se supo. De salir a diario en los medios a desaparecer. Una constante y otra peculiaridad de la política aragonesa. Fuimos Ohio, pero cada vez menos.
Antonio Ibáñez, periodista
Artículo publicado en El Periódico de Aragón