Disfrutar de la cultura en tiempos de pandemia es un escape seguro y de alto riesgo también, si alguien no cumple bien con su trabajo. Vamos, que te pueden fastidiar el día por falta de amabilidad. Y la amabilidad es un valor precioso que no deberíamos perder incluso yendo enmascarados.
Hace unos días fui a ver la magnífica exposición del gran fotógrafo Alberto García-Álix (Premio Nacional de Fotografía) en la quinta planta del Museo Pablo Serrano (no se la pierdan, está hasta el 4 de abril). Era domingo con cierzo desapacible, así que admirar su obra en el espléndido espacio del IACC era un buen plan. Poca gente y todas las medidas de seguridad a la entrada. Además llevaba un guía de lujo, Julio Álvarez Sotos, el culpable de que este enorme artista exponga de nuevo en Zaragoza. Teníamos dos horas por delante para recorrer la muestra y admirar sus puntos de vista, además de las interesantes explicaciones y anécdotas de mi acompañante, que conoce bien al madrileño. La muestra termina con un vídeo con la voz del propio fotógrafo como relator de su inquietante trabajo. Llegamos a verlo terminar con el tiempo justo, porque a las 14 horas cierran el museo.
Salimos de la sala satisfechos y contentos de haber visto un gran espectáculo cultural. La sorpresa vino al pisar las escaleras mecánicas que descienden las cinco plantas del IACC. Alguien las había parado de pronto.Sin consideración a las personas (en ese momento dos) que íbamos a bajar por ellas, ya que un cartel indicaba que los ascensores no se podían coger. Ya se imaginan lo incomodo, e incluso peligroso, que resulta bajar cinco plantas por los escalones mecánicos que ya no son mecánicos.
Mientras acometía el descenso refunfuñando por la situación, vi a una azafata en el piso de abajo con un aparato en la mano, y en voz alta le advertí que por favor activara la escalera. Ni caso. Creo que la chica dijo algo así como que a las 14 horas se cierra el museo. Miré el móvil a punto de tropezarme con el último escalón. Eran menos cuarto todavía. Ella desapareció.
Ya estábamos en la cuarta planta cuando me di cuenta de que tenía unas ganas tremendas de orinar. Los nervios y el enfado que llevaba encima, por la falta de delicadeza del personal del museo contribuían a ello. Fui corriendo hacia los servicios, y un funcionario me dio el alto. “No se pueden utilizar. Vamos a cerrar”, dijo el muy imbécil. Miré a mi acompañante que detrás mío permanecía atónito, intuyendo lo que estaba a punto de ocurrir.
—Oiga, ¡que me meo!—rogué con la mirada.
El tipo: joven, delgado, bajito, vestido de negro, impasible, hizo un gesto desafiante indicándome que podía hacerlo en esa esquina.
—Muy bien, ya no puedo más. Lo hago aquí, si le parece bien.
En ese momento antes de que me desabrochara el pantalón, el tipo me autorizó a entrar en el servicio. Creo que fue la meada más grande del siglo, y más merecida. Al salir le di las gracias “por su amabilidad” y le indiqué que íbamos a coger el ascensor para bajar. Aceptó el reto. Bajamos.
Esta pequeña historia la cuento para que los responsables políticos del museo desde su director, Julio Ramón; el director general de Cultura, Víctor Lucea, y el consejero Felipe Faci, conozcan lo que nadie les va contar. Mi acompañante y yo salimos con una sensación total de humillación. Eran exactamente las 14 horas y cinco minutos.
Margarita Barbáchano, periodista y escritora