En la era del punto com, de las plataformas tecnológicas, de las redes sociales, del mundo de Yupi y artificial que nos dibuja Instagram; en el momento que nos creíamos indestructibles y que todo lo teníamos controlado, de repente unas minúsculas gotas de saliva en forma de virus nos han puesto ante el espejo, mostrando nuestras vergüenzas y destapando nuestra fragilidad.
Mientras se apilan cientos de cadáveres, nos hemos dado cuenta de forma dramática que lo más básico, una de las columnas fundamentales del estado de bienestar, la sanidad, se está desmoronando. Ahora, que es más prioritaria que nunca. Tiempo habrá de analizar qué se ha hecho mal por el actual Gobierno, aunque tampoco habrá que olvidar qué partido gestiona desde hace décadas la salud y los hospitales de los madrileños, los más castigados por la pandemia y por la falta de medios y de camas de cuidados intensivos.
No toca ir a la caza de los responsables en este país lleno de cuñados y de sabelotodos que llenan a las redes sociales de críticas, comentarios malintencionados y mentiras. Y que dicen tener soluciones mágicas inexistentes. Si no que es momento de unidad y de tener claro que todo se tambalea sin una sanidad pública sólida. Nada tiene sentido si está en juego vivir o morir.
Quizás sea esa la principal lección que hemos aprendido de este momento tan triste que nos está tocando vivir: cuando pase este mal sueño, debemos volver a reforzar los grandes pilares de nuestro bienestar: la sanidad, la educación y la atención a nuestros mayores. Me refiero al Estado social, el Estado que vuelve a mirar al ciudadano, sus problemas, sus carencias, sus necesidades, su salud, su educación y su cuidado.
Hoy adquiere todo el sentido la frase que muchos de nosotros pronunciamos casi sin pensar, de forma automática, el 22 de diciembre cuando vemos que no nos ha tocado la lotería: Por lo menos tengo salud.
Pues eso, Quédate en casa y cuídate.