El trazado de la N-230 desde Lérida hacia el Pirineo es caprichoso. La sinuosa vía cruza en varias ocasiones la línea imaginaria que separa Aragón de Cataluña. Atraviesa los límites de las dos autonomías al menos en seis ocasiones. Y lo hace con la naturalidad de alguien que está cómodo con su vecino y que no necesita llamar en la puerta antes de entrar.
Con la misma tranquilidad que a diario circulan las vacas en su peregrinar del llano a la montaña, siguiendo el cauce del río Noguera Ribagorzana. Los habitantes de estas zonas no entienden de fronteras ni de malos rollos con sus vecinos a ambos lados de la línea. Históricamente, han compartido lengua, ríos, actividades comerciales, económicas y hasta sanitarias. Muchos aragoneses de la zona oriental se desplazan a diario hasta el hospital de Lérida.
Así ha sido siempre, a pesar de que los políticos de un lado y del otro se han empeñado en enrarecer el clima de vecindad con conflictos que tienen mucho de manipulación. Las zancadillas han sido constantes. Pese a ello, Aragón y Cataluña, que comparten más de 400 kilómetros de línea divisoria, están condenadas a entenderse. Es una necesidad mutua. No solo por razones de buena vecindad, sino también por los múltiples intereses económicos y empresariales existentes.
En las elecciones autonómicas que se celebran este domingo en Cataluña está en juego el Gobierno catalán de los próximos años y, quién sabe, si también la estabilidad del Ejecutivo de Pedro Sánchez. Este domingo, los más de 5 millones de catalanes deciden si apuestan por el secesionismo y las barricadas o, por el contrario, vuelven al diálogo con el Estado.
Y Aragón, en medio de este complejo tablero plagado de intereses, estará también a pie de urna, siguiendo con extraordinaria atención el escrutinio, porque necesita para avanzar en su desarrollo, como así ha sido siempre, a su incómodo vecino del Este.