Los días comienzan siempre igual: la luz entra por mi ventana. Dormir con la persiana levantada es una costumbre que tengo cuando duermo solo, y mi mujer, médico, lleva tres semanas fuera de casa batallando en el hospital y acudiendo a dormir a otro piso, por seguridad.
Algunos días entra más luz y sé sin levantarme que el cielo está despejado. Otros, los más, se nota cierta oscuridad. Y es que ahí fuera la naturaleza sigue su curso. La primavera, como cada año, ha agitado los ánimos del clima y a veces radia el sol, a veces triunfan las nubes. En ocasiones cae bendita lluvia, y en ocasiones azota el viento. Y como si el tiempo fuese capaz de reflejar el estado interno de mi alma, algunos días sucede todo eso, casi al mismo tiempo.
Durante este confinamiento, el equilibrio entre contrastes moldea el curso de las horas.
Envuelvo el café de la mañana con la lectura de la prensa. Ya he aprendido a aceptar que el placer de sujetar mi taza caliente ha de convivir con la congoja de ver incrementarse cada día la cifra de fallecidos. Ante lo inusual de la situación que vivimos, siempre busco entre las noticias y los artículos de opinión otros enfoques, nuevas perspectivas que ayuden a transitar la recuperación de la mejor forma posible.
Porque vamos a salir de esta situación, el ser humano es extraordinariamente adaptativo y su espíritu de lucha es inquebrantable. Apurando mi taza de actualidad, dos pequeños seres vienen a darme una lección práctica sobre este asunto. Mis dos hijas, de 8 y 5 años, aparecen con sus pijamas esponjosos y cada una de un humor diferente en función de quién haya despertado a su hermana, ya que comparten habitación.
Las pequeñas han aceptado que ahora el cole se hace desde casa, que su madre no viene para no contagiarnos y que solo podemos salir a la terraza con la misma naturalidad que cuando les explicaron que el tres va después del dos.
Es curioso ver cómo en sus juegos van incorporando su nueva realidad. Desde mi despacho, mientras preparo nuevas iniciativas o me conecto a encuentros virtuales con mis compañeros, llegan hasta mis oídos algunos ecos de sus historias inventadas: “¡que viene el coronavirus!” o “estoy confinado, solo puedo salir para trabajar” son ya frases habituales en sus conversaciones imaginarias con los muñecos.
Y es que no hay nada más cierto que la incertidumbre, ni más constante que el cambio. La naturaleza es cruel y tiene la costumbre de recordárnoslo a lo grande de cuando en cuando. Este último ataque, usando como arma un terrible virus, está poniendo a prueba nuestra capacidad para reinventarnos. Escuchando los ecos del juego de mis hijas, empapándome a través de la ventana con el movimiento constante de la naturaleza, dominando con mis manos la realidad digital, y sintiendo, quizá de una forma más clara y contundente que nunca, que nuestros destinos están entrelazados en este barco común llamado Tierra, siento que ya nos estamos reinventando